Pregón Laureano García Fernández. 1994

D. LAUREANO GARCÍA FERNÁNDEZ
 
Reverenda autoridad eclesiástica, respetables autoridades civiles, señor presidente de la agrupación de Cofradías, amigos cofrades, queridos paisanos, señoras y señores:
 
“Donde haya dos o más de dos, reunidos en mi nombre, YO estaré en medio de ellos”.
 
Sean  mis primeras palabras, (palabras balbucientes, como todos los comienzos del habla), para rendir el homenaje debido al Señor de los cielos y de la tierra, cuya conmemoración, de su muerte y resurrección, nos reúne hoy aquí.
 
Sirvan también mis primeras palabras de breve pero entrañable recuerdo a todos aquellos competeños que nos precedieron y que gracias a sus esfuerzos, es posible que hoy día, la Semana Santa de Cómpeta tenga una entidad propia.
 
Y a todos vosotros que con vuestra generosidad al venir, así como a la agrupación de cofradías, quiero agradeceros el que me hayáis creído digno de ser el pregonero de la Semana Santa de Cómpeta de 1994; misión difícil y arriesgada, porque si yo no acierto a cumplirla, el pregón, que debe ser anuncio y exaltación, no será ni una cosa ni la otra, pero  de lo que podéis estar seguros, es de que saldrá de lo más profundo de mi corazón; por eso las cosas que os diga serán las que siento y como las siento.
 
Permitidme igualmente, rendir un público homenaje a mi antecesor del año pasado, buen amigo mío, todos lo conocéis, Antonio Navas Montes, con toda mi admiración y todo mi respeto.
 
Agradecimiento, porque me habéis dado la oportunidad de hablar en mi pueblo y para mi pueblo, en este incomparable y hermoso templo orgullo nuestro, donde se respira santidad, con sus capillas con manifestaciones de fe profunda y con el Señor en cuerpo y alma en su mejor rincón.
 
Por este templo, el competeño pasa como mínimo al comienzo y al final de su vida, para saludarlo al entrar en el mundo y para despedirse al volar hacia Dios.
 
Y siento un inmenso honor, porque he sido de los escogidos para recibir, en este mismo templo, las aguas bautismales,  y en él además, inicié la bendita singladura de conocer y de dar el amor que profeso a mi mujer, para formar una familia a la que debo y me debo. Para ella el mejor de mis recuerdos en esta tarde de felicidad.
 
El pregonero de hoy es aquel que ayer corría por sus calles, que reía y jugaba y por eso no quiero dejar de pasar el momento, sin tener un recuerdo para mis compañeros de juego, de risas y de penas, para todos y cado uno de ellos, un fuerte abrazo.
 
Todos sabéis que soy hijo de este pueblo, de familia con raíces cofrades, y lo he pregonado y pregono con orgullo, en cualquier quehacer de mi vida, a él dediqué mi mejor y mayor trabajo profesional y he sido fiel a lo que ya en el seno de mi familia me enseñaron: en Cómpeta todos somos necesarios, y de nuestra participación, grande o pequeña, no importa, depende el engrandecimiento de nuestro pueblo.
 
Pero junto a este honor y este orgullo, siento una gran responsabilidad por dos grandes motivos:
 
El primero, porque creo que seré incapaz de ofreceros la calidad que os merecéis.
 
El segundo, porque no soy suficientemente digno para hablar de Dios. Pido perdón al altísimo, que nos preside desde el bello y recogido sagrario, porque no seré capaz de plasmar en este pregón, su Pasión y los sufrimientos de su Santísima Madre.
 
Esa Pasión y Cruz con que nuestro Salvador dio fin a su vida y predicación en el mundo, vivió, padeció y murió para redimir a los hombres de sus pecados; y es tan grande el misterio, que nada igual puede ya suceder hasta el fin del universo.
 
En este pueblo todos los caminos conducen a Dios, y a la fe que  la Semana Santa es, un camino pletórico de una espiritualidad singular e insólita, con la ventaja, de que además, ese camino está lleno de hitos y singladuras rebosantes, gracia y belleza inigualable.
 
Ese camino es algo así como un sendero ribeteado de rosas rojas y dolor, y de rosas blancas de paz y de perdón; pero al igual que las rosas, exhalando esencias de comprensión y amor.
 
Y aquí los pasos son llevados por sus hijos, y aquí de donde han brotado, como claveles, sacerdotes que han servido y sirven a Dios, las calles se convierten en templo y las plazas en catedrales (tal como dijo un pregonero) pero yo añadiría que aquí los callejones se convierten en capillas y sus rincones en sagrarios.
 
Sus calles se llenan de una multitud que ora al paso de la “Pollinica”, de Jesús Cautivo y de la Columna, de Jesús con la Cruz a cuestas y del Crucificado, de Jesús en el regazo de su madre, de Jesús muerto en el sepulcro, acompañado, por esa mujer pecadora que ungió con perfumes su cuerpo en señal de arrepentimiento, María Magdalena, musitando un Ave María a la Virgen de los Dolores, por si fuera posible enjugar sus lágrimas y mitigarle en algo su dolor.
 
A veces este rezo se hace canto, en el grito desgarrador de una Saeta, dirigida hacia ese trono mecido por nuestros hombres. Yo tengo la seguridad de que ese rezo llega hasta el dulce Jesús que hace dos mil años murió por todos en la Cruz y Resucitó en su paseo triunfal el domingo de Resurrección.
 
Sus plazas y calles saben de peticiones y lágrimas, la plaza de la Iglesia tan arraigada en el pueblo, la calle Sevilla, la Carreta, la Plazoleta..., saben del pisar de unos hermanos que con fe acompañan a su imagen y saben de las peticiones y lágrimas de una viejecita que pide por su nieto que está en la “mili”; de una madre que implora un trabajo para su hijo o de unos jóvenes que miran al Señor o a la Dolorosa, cara a cara ofreciéndose a Él y musitando una oración.
 
Cuando Jesús se dirige a Jerusalén, el camino es escenario de fiesta, aclamación y alegría; camina montado sobre un borrica, donada por los comerciantes de este pueblo y cuyo trono para mí es bellísimo, tengo que decir; fue realizado por mi padre, cuando yo aún no despegaba tres palmos del suelo y contemplaba cómo a altas horas de madrugada, retocaba, lijaba, pulía hasta casi la perfección todas las filigranas y adornos decorativos del mismo, y blanco tuvo que ser el color elegido, para recordarnos las lagunas que en la mente de tantos paisanos persisten hasta otra Semana Santa; Cristo nos ofrece su Cuerpo y su Sangre en cada ofrenda de la misa, diariamente.
 
La gente, los niños, los chicos y las chicas, alborotan y entusiasmados aclaman a Jesús, “Del cielo paz y a Dios gloria”. Que tristeza sublime debe sentir Dios cuando al final de su recorrido, es depositado en San Antón, abandonado, casi olvidado, sin apenas asistir a misa o una oración durante todo el año.
 
Las imprecaciones suceden a la aclamaciones y los agravios sustituye a la admiración por Jesús. Y es que “Jesús ya había sido sentenciado.”
 
Si nos preguntáramos por la causa que motiva una oposición tan frontal respecto a Jesús de Nazaret y en el mismo día de su entrada triunfal, encontraríamos la respuesta en la deformación teológica de los dirigentes, que no aceptaban el estilo de Mesías que presenta Jesús, porque supone optar por un espíritu nuevo.
 
Termina la Cena. Él y los Doce de los más suyos han bebido el vino, comido el cordero y el pan ácimo de la aflicción.
 
Tristeza y soledumbre le rompen el corazón y como a menudo acostumbran, se dirigen todos juntos hacia un olivar, representado en cualquiera de los olivares que tenemos en este pueblo, el lugar propicio para conciliábulos o para introito de una tragedia.
 
Se inician entonces, la autoinmolación y la desgarradura que conducen al meollo terrible y fascinante del drama que constituye la elección y el compromiso: “Jesús Cautivo”, cuya presencia fáctica y reciente entre nosotros, se debe a la donación de otra paisana en señal de cariño y amor a este pueblo; un hombre, el Hombre, decide autoinculparse y morir por la humanidad difunta, viva y venidera.
 
Bebe ese cáliz, pavorosamente sólo, aterrado, sudando de miedo y pidiéndole a Dios Padre la liberación por medio de un prodigio.
 
Qué grande debe ser el sentimiento de un pueblo, con esa imagen de “Jesús atado a la Columna”, expresión plástica del sentir, que aunque lejano, perdura en el corazón de tantos hombres y mujeres que tuvieron que abandonar sus vivencias por avatares del destino y que al ser posesionada nos debe inducir el recordarlos con añoranza. Se me ocurre pensar que va siendo hora de apellidar esta imagen con el nombre de “Cristo de la Nostalgia”.
 
Sin defensa de paladines ni valedores, debe soportar en soledad sus padecimientos, infringidos por aquellos fríos sanguinarios que lo azotaron, vapulearon y su cabeza empalaron con una corona de púas largas y puntiagudas.
 
No obstante la muerte de aquel prisionero melenudo, que vestía una túnica sin costuras tejida por su madre María, considerado por unos y otros como hijo de Dios, mago, profeta, esenio por su vida o nazir por su largo pelo, es sin duda uno de los episodios más conmovedores de la historia de Dios y los hombres.
 
Cuanta emoción y recogimiento ante esa expresión tan competeña de “Jesús está en la calle”, allá va con su Cruz a cuestas; este pregonero se quedó ahíto cuando aún siendo un muñeco pudo satisfacer su deseo y preocupación, al confirmar que Jesús con la Cruz a cuestas “estaba entero”, con sus piernas y pies, era la verdadera imagen que en la mente inocente de un chaval perdura hasta estos días.
 
El peso de la Cruz era muy grande y su espalda estaba abierta de heridas sangrantes, y como era tan larga, tenía que arrastrarla dando tumbos contra las piedras, eran golpes y tropezones; el palo se clavaba en la carne y le abría las heridas. Los soldados, le empujaban y le tiraban de la cuerda atada al cuello y el Señor cayó al suelo bajo la Cruz. Se hace necesario abandonar la envidia, el rencor y recordar lo que con tanta humildad Él nos dijo: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, cargue con su Cruz y sígame”. No busquemos a Cristo sin Cruz, pues de lo contrario encontraremos la Cruz sin Cristo.
 
Hoy por hoy la cofradía en su desfile, es un esfuerzo y buen hacer de sus hermanos cofrades actuales.
 
Como todas las madres, María Santísima de los Dolores, acompaña a su Hijo en todo el sufrimiento de su pasión, afligida y postrada en su trono avanza lentamente, a ratos descansa, mientras sus horquilleros la miran, unos llorando y otros doloridos por el esfuerzo. La Virgen sonríe al tiempo y con su sonrisa parece decirnos que ante los mitos y frases que amenazan al mundo, no hay más que trazos  a seguir: el de la amplitud para abrazar a los hombres en hermandad y amor, es decir, los dos trazos que forman el único signo por el que se puede salvar el mundo: la Cruz.
 
Siguió a Jesús desde que salió del Pretorio hasta la colina del Calvario. Oía, a través de las gentes apretujadas, los gritos que daban a su Hijo para que se levantara del suelo, y soportó en silencio las mentiras y acusaciones injustas que hacían contra Él.
 
Virgen de los Dolores, enlutada en tu manto de tejido negro, brotando lágrimas silentes del llanto de Tu alma, lo bonito de tu trono y lo bello de tu palio son como caricias de este pueblo por lo mucho que te quiere, y agradecimientos, por lo mucho que te debe.
 
“El gozo del amor”. Fue este sentimiento el que debió inundar el corazón de una mujer pecadora, imagen pequeña y bella, portadora del cáliz del sufrimiento de Cristo. María Magdalena, que al derramar sus perfumes sobre sus pies, ofreció a Dios lo más excelso que puede existir en las criaturas, lo mejor de sus bienes, en señal de arrepentimiento.
 
Al entrar en este templo, no resulta extraño el encontrar a algún visitante extasiado ante la talla del Cristo Crucificado, imagen esculpida por otro competeño, que también realizó la del Sepulcro.
 
Mis palabras podrán ser las más sentidas de todo el pregón, pero no puedo disimular que me salen de los más profundo del corazón.
 
Mi advocación va unida estrechamente a la de la sangre redentora que se derramó en ríos, a raudales por aquel costado y por las heridas, tantas heridas en todo el cuerpo que no se hubieran podido contar.
 
No se habla demasiado del dolor de Jesús. Normalmente se aplica a la Virgen, pero estoy refiriéndome a una sensación tan humana, tan inmediata que hay que saltarse los nombres para quedarse en el núcleo del tuétano y pensar que el dolor tuvo que ser casi insoportable.
 
Dolor como para que el reo afirmara todo lo que sus verdugos hubieran pretendido arrancarle, en una confesión desde el terrible vértice de la muerte, desde ese lugar que está justo en el precipicio de la negrura.
 
Cristo Crucificado marca las coordenadas de la historia universal de la humanidad: “antes y después de...”. En Él tiene lugar la Unión, un amoroso diálogo entre la miseria humana que pide y la misericordia divina que da: por eso Señor este pueblo te pide con fe y con la esperanza de que pedimos como quienes somos, sabiendo que das como quién eres.
 
Hace fresco por la mañana, abiertos están los caminos que convergen en Cómpeta, y abiertos también los caminos invisibles del pensamiento y la nostalgia, del amor y de la oración confiada de aquellos competeños emigrantes que sueñan con la ilusión de vivir con nosotros una prodigiosa y auténtica unanimidad de mente y de corazón, de carne y de alma, de todos sus hijos, de toda su vida, acompañar a Cristo Crucificado en el “Vía Crucis”, y cantándole, pedir todo lo que necesitan en humana y legítima aspiración.
 
Cuatro ángeles sostienen el blanco sudario, San Juan parece estar en éxtasis, mientras la Magdalena llora su desesperación. La Virgen va erguida, erecta, con la mirada perdida, con un tremendo rictus de sufrimiento en la comisura de los labios: “La Virgen de las Angustias”. El descendimiento es un espejo para mirarse y un modelo del que aprender en muchas cosas.
 
Su Madre no pudo defenderle, le veía desnudo y no le podía cubrir; muerto de sed y no le dejaron darle de beber; la sangre corría por su cuerpo lleno de heridas, y no le podía limpiar. Ni siquiera pudo recoger en sus brazos el último aliento de su Hijo querido, ni besarle, ni acariciarle mientras moría.
 
Jesús está en el aire suspendido, entre el cielo y la tierra. Su desvalimiento es aterrador, no hay nada que hacer y su cuerpo se balancea como un pelele; Cristo cae sostenido por las sabanas que lo mantienen en esa vertical impasible del sueño, del deseo y la realidad.
 
La Virgen se había quedado allí casi derrumbada. La voz no le salió del cuerpo y se sentó. Unas gotas de sangre le salpicaban las ropas, recibe en su regazo a su Hijo ya cadáver.
 
No hace falta decir que iconográficamente se trata de una escena patética y llena de gran ternura.
 
Dice el sentir popular que nadie puede sufrir como una madre. Es muy posible y sólo San Juan, tu hijo, te ayuda a levantarte y te señaló el camino.
 
El rigor cadavérico es más profundo, se hace necesario embalsamar los despojos de Cristo y trasladarlo al “Sepulcro”.
 
La Virgen en su procesión de “La Soledad”, sigue el camino de dolor que los “quita sangres” han dejado a su paso y sigue sufriendo sin comprender. ¡Qué silencio!
 
Las túnicas de los portadores del trono se pegan a las ropas por el indudable esfuerzo y Nuestra Madre ya enfila las calles pendientes y estrechas de la “estación corta”. Unas calles enjutas, pero llenas del recuerdo de las voces de las mujeres que sisean sus mandas al vuelo, vuelo de los vencejos que acompañan a la Virgen en su cortejo.
 
La Virgen llora, pero la oración del pueblo de Cómpeta la desahoga y la consuela; es como un dolor sereno, templado, el de la madre afligida que conoce el misterio de sus penas y se siente corredentora del género humano.
 
Para el buen cristiano, el sábado Santo es un día de reflexión: ¿Ha muerto Dios?, ¿Ha muerto Dios definitivamente en este tiempo de tormenta y de conflicto?, ¿Ha muerto Dios, compañero para ti, para mí, para nosotros? ... Dios no ha muerto, ha muerto el Hijo de Dios, y nosotros hemos participado. Pero volverá a resucitar.
 
El Señor resucitado está de nuevo en sus calles, entre la gente que nunca ha desmentido su amor, por su entrañable gesto de misericordia y recordándonos con su brazo en lo alto, el compromiso por todos adquirido de asistir a la ofrenda de la misa en señal de redención.
 
No quiero finalizar este pregón si vosotros me lo permitís, sin unas palabras de reconocimiento para la labor de la juventud, como símbolo de renovación, por ese trabajo abnegado que realizan en pos de la Semana Santa y a veces vilipendiados por esas malas lenguas que no conseguimos erradicar; ayúdenlos, y así podrán perdurar tantas costumbres y hechos que de otra forma y por desidia están cayendo en el olvido, como pueden ser las canciones del Septenario a la Virgen de los Dolores, del Triduo al  C. Crucificado o del Sermón de las siete Palabras; sepan Vds., que son totalmente autóctonas. Y como no destacar, la extraordinaria labor que está realizando, de forma callada y abnegada, nuestro querido párroco D. Jesús Muñoz Cuenca, para él, que todo se lo está mereciendo, mi más gratísima admiración.
 
Y también despediros con unas últimas palabras dedicadas a la Virgen:
 
 
Que no se mueva un varal,
 
Que no se mueva una flor,
 
Ten cuidado capataz,
 
Que llevas a la Madre de Dios.
 
Y otras, que con toda mi alma dirijo a Cristo Crucificado:
 
Señor: Te he dicho alguna vez, porque te tengo en mi corazón y en la cabecera de mi cama, que no quiero pedirte cosas para el trayecto sino para el final. No se trata del camino sino de la llegada. Bien está lo que bien termina.
 
Muchas gracias.
 
Cómpeta 26 de Marzo de 1994
 

Octavio L.R.

Octavio López Ruiz

C/ Rampa, 2
29754 Cómpeta (Málaga)
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